29 mar 2011

Tu dulcísimo nombre

Que me ciegue la lluvia violenta de noviembre
y descarnen mis manos los golpes del arado
y mis humildes huesos confirmen el olvido
como un ciprés severo enclaustrado en la niebla.
Que el peso de la tierra lentamente me hunda
y el temor de la noche, ¡oh silencio colmado!, me hiera los oídos
como golpes de mar en oscuras cavernas,
y el frío de mis labios alimente violetas
y a mi carne la muerdan los ladridos del perro.

Sólo la majestad del cielo castellano complacerá mis ojos,
porque el cielo ha de ser quien confirme en mi sangre la gloria de tu nombre
y lo pregone en alto por sus miles de estrellas
con esa voz de luna derramada en el bosque.

Me gozaré en tu gracia como mimbre que hunde sus plantas en el río;
gozaré tu presencia con la visión más clara,
y acrecerá el asombro al inclinar mi pecho de vidrio y azucena sobre tus oraciones.
Por la fe en el milagro llegamos a la luz,
y desde aquí yo digo: El amor es el palmo dulcísimo en los ojos,
y complacidos de ver proclaman la unidad precisa de las cosas.
Amada mía, sí; sólo insiste el dolor en la carne que duele,
la que adquiere al morir divina transparencia;
y se convence el hombre con el correr del agua y el vuelo del jilguero.
Amada mía, sí; la eternidad no es tiempo,
es mágico temblor de la luz y el silencio en la perseverancia firme de lo infinito.

No serán mis cenizas, acariciando el trigo en sus dóciles plantas,
quienes inmortalicen tu dulcísimo nombre;
ni el llanto que derramen las fuentes manantiales,
ni la nieve del pecho asomando al suspiro.
Seré yo, hombre resucitado, hombre de espuma frágil
quien aliente la voz humilde de tu pecho
como oración del alba sobre lirios dormidos.
Yo, sí; mi estremecida sangre, que a impulsos del rubor del corazón amante, insistirá en tu nombre.

Tú vivirás en mí esas horas de luz cantadas de los ángeles.
El mundo no termina al perder el color sonrosado la carne,
cuando sólo los llantos y el oro de los cirios enfrentan a los hombres con el hondo misterio.
Yo quiero recordarte que el amor es eterno,
y que es sólo la muerte quien le unge de Gracia y lo colma de paz en la paz de los cielos.
No extrañes mis palabras, transidas de nombrarte:
sólo la carne es muerte;
pero cumplo un deber suscitando en tu sangre la inocencia del tiempo
y complazco el instante soñado con tu nombre
en que me has de cerrar con dulzura los párpados
para dar evidencia suficiente a mi carne.

Juan Panero
 

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